03.03.2005 - EL CAIRO: EL BARRIO COPTO
Nos levantamos a las 8:00 a. m. Sin duda, fue el día en que más tarde abandonamos nuestras habitaciones; supongo que los días anteriores y las molestias acumuladas nos pasaban factura. Además, esta mañana, la penúltima de nuestro viaje por Egipto, no estaba tan estrictamente planificada como las anteriores, lo que nos liberaba de cumplir un horario preestablecido.
Después de desayunar plácidamente en el “Omar Café”, situado en la planta baja del Marriott, y de llevarnos algunas provisiones de fruta para el mediodía, nos dirigimos hacia el Barrio Copto. Para alcanzar este lugar decidimos tomar el metro, evitando así tener que coger un taxi y comenzar a regatear con su conductor. Salimos del hotel recorriendo el camino inverso al de la tarde anterior y volvimos al Museo Egipcio, ya que muy cerca se encuentra la estación de Sadat, en Midan Tahrir. Nuestra intención era dirigirnos hacia el sur, pasando por las paradas de Saad Zaghloul, El Sayyida Zainab y El Malik el Saleh, hasta descender en Mar Girgis.
Antes de subirnos al metro, compramos los billetes correspondientes a un precio de 50 piastras cada uno. Estoy casi seguro de que el “agradable” funcionario nos intentó engañar, ya que no conocíamos el precio real y, ante nuestras preguntas y su mala actitud, acabamos dándole un billete de 5 libras egipcias, recibiendo de su parte un puñado de billetes sucios como cambio. Pasamos los tornos gracias a las amables indicaciones de otro empleado del metro—en este caso sí, la amabilidad existe. Antes de entrar en el vagón, coincidimos con un grupo de malagueños que venían de otra estación y compartían nuestro destino. Estos poco discretos compañeros de viaje (supongo que la sangre andaluza no se disimula ni en el entresuelo cariota) nos comentaron que en su trayecto anterior, debido al gran número de pasajeros, hombres y mujeres viajaban en vagones separados. ¿Tendríamos que hacer lo mismo nosotros?
A los pocos minutos llegó nuestro metro y, para nuestra sorpresa, pudimos viajar juntos hasta Mar Girgis sin necesidad de separarnos. Durante los aproximadamente diez minutos que duró el trayecto, sin duda fuimos la atracción del vagón: el resto de los pasajeros, todos egipcios, no nos quitaban la vista de encima e imitaban lo que decían los malagueños, cuyo tono no era precisamente bajo.
Nos bajamos en Mar Girgis, saliendo de la estación a través de unas escaleras que nos dejaban en la acera. Frente a nosotros se alzaba la Basílica de San Sergio, construida en el siglo V sobre una cripta que, según se comenta, fue el refugio de la Sagrada Familia durante su estancia en Egipto, escapando de la ira de Herodes.
La basílica está rodeada por un alto muro, que cruzamos por uno de sus laterales para acceder a un patio. Al atravesar la puerta, teníamos a nuestra izquierda un sendero que conducía a un cementerio, frente a nosotros un edificio cuyo propósito desconocemos y, a la derecha, la Basílica de San Sergio. Para entrar en ella, tuvimos que subir una gran escalinata que serpentea hacia la derecha y la izquierda.
Ya dentro, nos encontramos con un espacio precioso, construido en mármol de color negro y granate, iluminado por la suave luz de centenares de velas. Su planta no se asemeja en absoluto a la forma de cruz que caracteriza a muchas iglesias y catedrales católicas, sino que presenta una disposición trapezoidal.
Permanecimos un buen rato sentados frente al altar principal, ya que la quietud del ambiente, la luz, el silencio y el frescor nos reconfortaban y nos ofrecían un alivio frente al bullicio exterior, mientras admirábamos el conjunto arquitectónico y su rica decoración.

Salimos de la zona amurallada que protege la basílica por la misma puerta por la que habíamos entrado y bajamos unas escaleras situadas a apenas diez metros para adentrarnos los tres en pleno Barrio Copto. Este se nos presentó como un precioso conjunto de estrechas y limpísimas callejuelas que serpenteaban entre viejas edificaciones, llevándonos hasta la sinagoga Ben-Ezra, levantada en el año 600 y donde algunos aseguran que, entre los juncos, la hija del faraón encontró a Moisés. Nosotros no entramos, pues la presencia insistente e interesada de un guía improvisado nos hizo desistir.
Después nos dirigimos hacia la cercana Iglesia de Santa Bárbara, donde permanecimos sentados unos breves momentos, observando a la gente que por allí se movía, oraba o meditaba. Fue durante nuestro tranquilo deambular por esas calles cuando nos encontramos con una señora de piel morena, con un precioso pañuelo verde, que nos vendió algunos collares después de unos minutos de regateo, más por costumbre que por considerar caros aquellos objetos.
Tras pagarle, y antes de continuar nuestro camino, le hice una foto a Elba junto a la vendedora, momento en el que estoy seguro de que la señora percibió las posibilidades que ofrecía mi afición por la fotografía. Así nos invitó a pasar al interior de un estrecho patio que formaba parte de su vivienda para mostrarnos a su hija María —dudo incluso que ese fuera su nombre o que realmente fuera su hija— quien sirvió de modelo a cambio de unas pocas piastras.
Poco después de abandonar aquella zona, nos dedicamos a curiosear y a explorar algunos de los chiringuitos cercanos, aprovechando para adquirir algún recuerdo. Finalmente, volvimos a tomar el metro para regresar a la estación de Sadat, esta vez en vagones separados: Susana y Elba en el de mujeres, y yo en el de hombres.
Volvimos caminando al hotel con las piernas quejándose de una larga mañana de paseo. Tan pronto entramos en el Marriot, nos dirigimos a nuestras habitaciones para dejar las mochilas y la cámara. Ya en la habitación, Susana, que acusaba de manera evidente las consecuencias de una molesta gripe —fiebre, dolor generalizado y persistente tos—, optó, sin otra opción posible, por acostarse con la esperanza de aliviar su malestar. Yo, que notaba ciertas molestias intestinales —vaya panorama final el nuestro—, bajé hasta uno de los restaurantes situados en los bajos del hotel para tomar una comida rápida con Elba. Tras esta, y después de subirle un chocolate caliente a Susana, dedicamos la tarde a dormir un poco, con la intención de recuperarnos de nuestras dolencias: la gripe, la gastroenteritis y, sobre todo, la falta de sueño.
Serían alrededor de las 18:00 cuando dejamos el confortable abrazo de las mantas. Susana había sudado y tosido lo indecible, pero parecía encontrarse algo mejor. Recién duchados, nos juntamos con Elba en la recepción del hotel para salir a pasear por las calles cercanas. Como la noche anterior, deambulamos por aceras descuidadas, cubiertas por la sombra que proyectaban los “scalestrix”, destinados a facilitar un tráfico imposible. Vimos carnicerías, fruterías, tiendas de ultramarinos… nada parecido a lo que exige la normativa alimentaria en España. También observamos tiendas de calzado, de ropa, numerosos comercios de móviles y tiendas similares a las que se encuentran en cualquier ciudad del mundo. Ah, y un grupo de preciosos Mercedes preparados para ofrecer paseos por la capital cariota a cambio de un módico precio.
En un momento del paseo nos encontramos con unas mujeres que, con bebés en brazos y niños pequeños revoloteando a su alrededor, imploraban alguna limosna a los transeúntes y turistas. Como en ese momento no llevábamos calderilla, Elba metió la mano en su bolso y le dio un puñado de caramelos a un niño de unos seis o siete años. Sus ojos se iluminaron y una pícara sonrisa se dibujó en su rostro mientras salía corriendo ágilmente hacia las mujeres, supuestamente su madre.
Un par de minutos más tarde, una niña de unos diez años, que supongo vendía flores por el ramo que cargaba, se nos acercó esperando que repitiésemos el gesto. Antes de acercarse, cruzó la calle corriendo, esquivando automóviles y señalando con su mano libre los yogures que llevábamos en una bolsa y que minutos antes habíamos comprado en un supermercado (seis yogures, una botella de zumo y una de agua, por los que apenas habíamos pagado un euro). Susana le entregó uno, y la niña nos agradeció con una sonrisa preciosa y sincera.
Sin embargo, este gesto atrajo a más niños y sus supuestas madres, con las mismas intenciones que la “niña de las flores”. Sinceramente, nos habría encantado darles todo lo que llevábamos, pero no teníamos suficiente para todos, y probablemente hacerlo habría llamado la atención de más personas necesitadas como aquellas.
Nos adentramos por unas estrechas callejuelas, casi escapando, con la clara intención de regresar al hotel. Paseando entre las sombras proyectadas por los edificios y los descuidados árboles, observamos a la gente, su forma de vestir, su manera de vivir y unas costumbres que veíamos por primera vez.
Llegamos al hotel alrededor de las 22:00 y nos retiramos los tres a nuestra habitación para cenar a base de yogures y fruta, mientras comentábamos los recuerdos que cada uno se llevaba de Egipto. Hablamos largo y tendido sobre lo que habíamos visto, lo que más nos había gustado y lo que menos. Fue, sin duda, una forma agradable de cerrar el día, el penúltimo de nuestro deambular por El Cairo y por Egipto.






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