04.03.2005 - EL REGRESO
EEra nuestro último día en Egipto. Debo reconocer que experimento una serie de sensaciones muy especiales en todos los viajes que realizo. Cada vez que llego o me voy de un lugar nuevo, siento cierto desasosiego. Al llegar, me invade la incertidumbre: la inseguridad, la falta de conocimientos sobre las costumbres locales, y el desconocimiento del idioma, que dificulta comunicarme con la gente. Al partir, surge otra sensación: la de no haber visto ni aprendido “todo”, la frustración de no poder continuar al día siguiente. Debo admitir que la primera de estas inquietudes se disipa con la propia estancia, y la segunda con el regreso, que inevitablemente llegará. En ocho días es imposible conocer y asimilar todo sobre un país y una cultura tan rica como la egipcia.
En este, nuestro último día, nos levantamos más tarde que en jornadas anteriores. Dejamos las habitaciones a las 9:00 a.m. y bajamos a desayunar con gran calma, disfrutando de la serenidad de un día sin grandes expectativas. Dedicamos la mañana a pasear por las calles de Zamalek, saboreando su particular atmósfera y observando con avidez las imágenes y escenas que se desplegaban ante nosotros, ya con cierta morriña, conscientes de que sería nuestro último paseo por la ciudad. Así transcurrió una agradable mañana, con un aire más limpio que en días anteriores.
De regreso al hotel, aproximadamente a las 12:30 p.m., nos dedicamos a terminar de preparar las maletas con la ropa y los recuerdos que nos llevábamos, ya que a las 2:00 p.m. debíamos abandonar definitivamente la habitación nº 635 (la de Elba era la nº 727), que había sido nuestro refugio durante los últimos cuatro días. Decidimos comer en la terraza trasera del Marriot, junto a la piscina. La comida y la posterior sobremesa transcurrieron con total tranquilidad, prolongadas por un sol ardiente. A partir de ese momento, nos dejamos llevar por una relajación y una calma que desembocarían, poco después, en una sucesión de hechos y momentos derivados de nuestro regreso a casa.
Salimos del aeropuerto de El Cairo a las 10:30 p.m., tras haber llegado dos horas antes para realizar la facturación y demás trámites de embarque. Nuestra llegada a Barajas se produjo cinco horas después, a las 2:30 a.m. (hora española). Desde ese momento hasta tomar asiento en el autobús hacia Ourense, cuya salida estaba prevista a las 9:00 a.m. desde la Estación Sur, pasamos el tiempo entre cafés en el aeropuerto, sueño profundo (en el caso de Elba) y cabezadas malamente pegadas sobre la mesa de la cafetería o contra la pared (en el caso de Susana y mío). ¡Buah! Las sensaciones y el estado físico que nos quedó fueron bastante desagradables, como si fuéramos una chaqueta abandonada sobre el respaldo de aquellas incómodas y feas sillas.
El viaje en autobús hacia Ourense transcurrió en un día soleado, despejado y frío, acompañados de pocos coches. Atrás quedaron preciosos e inolvidables momentos: vimos los restos de una civilización asombrosa, vestigios de una manera única de comprender el arte, la vida y la espiritualidad; observamos otra concepción del ser humano, otra manera de entender el mundo actual, de vivir y sobrevivir. Vimos un Egipto del pasado y un Egipto de nuestro tiempo, y no nos arrepentimos de haber aprendido y disfrutado de algunas cosas, aunque no de todas, de ambos mundos.







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