La noche anterior, nuestro barco había abandonado la localidad de Kom-Ombo siguiendo la corriente del Nilo con el firme propósito de llevarnos hasta Edfú, lugar donde se encuentra el Templo de Horus, dios del cielo y, según la mitología, hijo de Osiris e Isis, representado con cuerpo de hombre y cabeza de halcón.
La mañana comenzó muy, muy temprano: a las 4:45 AM. El “Nilo Place” ya estaba atracado en Edfú, una localidad situada sobre un amplio valle y muy cercana al río. Como venía comentando, estábamos amarrados ocupando la “novena fila” del muelle; es decir, que para poder alcanzarlo nuestro grupo tuvo que cruzar antes otros ocho navíos (la mayoría con mejor aspecto que el nuestro) para finalmente subir al autobús que nos esperaba.
Tomamos asiento y tardamos unos diez minutos en llegar al templo. Cabe comentar que en el muelle existe la posibilidad de contratar una calesa y que, cuando más tarde supimos la distancia real, comprobamos que incluso se puede ir perfectamente a pie dando un paseo.
Al entrar en el recinto —puesto que todo él estaba y está rodeado por una muralla— avanzamos por una gran explanada y, poco después, giramos a la derecha bordeando los restos de antiguas construcciones. Desde la misma entrada al conjunto monumental sobresalían los pilonos por sus enormes dimensiones, su magnífico estado de conservación y su arrebatadora belleza.
Mientras nos dirigíamos en línea recta hacia el templo, hacia los pilonos, pudimos ver a nuestra izquierda el Nammisi, donde antiguamente se celebraba el nacimiento del hijo de Horus y Hathor, y que nos limitamos a observar desde la distancia. Permanecimos unos breves minutos frente al santuario escuchando las explicaciones del guía y haciendo, cómo no, una serie de fotografías. Nuestro guía nos informó de que nos encontrábamos ante el templo mejor conservado de todo Egipto y, después del de Karnak, el más importante.



El Templo de Horus, cuya construcción duró 25 años (237–212 a.C.), sufrió posteriormente una serie de intervenciones y mejoras que afectaron a la decoración y a la construcción de la primera sala hipóstila. Sus dimensiones son de 137 metros de longitud por 79 de anchura y 36 de altura, y está dividido, siguiendo el esquema arquitectónico egipcio, en: pilono, patio, dos salas hipóstilas o pronaos, una cámara de ofrendas, la sala central y el santuario, que se encuentra rodeado de diversas dependencias dedicadas a las más variadas divinidades de la época.
Como decía, nos detuvimos en la explanada que existe frente al templo para admirar el pilono más alto de todos los que existen actualmente en Egipto y probablemente el mejor conservado. Este simboliza el horizonte y presenta una serie de grabados que representan al faraón Ptolomeo XIII golpeando a sus enemigos mientras los sujeta por los cabellos, y frente a él los dioses Horus y Hathor. En la parte superior se representan varias imágenes de distintos dioses. Más tarde supimos que en cada una de las torres del pilono hay cuatro niveles unidos por una escalera.

Nos dirigimos al patio a través de la puerta situada entre las dos torres del pilono, custodiada por dos halcones de granito que representan al dios Horus. Fue en ese momento, cuando estábamos bajo el arco de la puerta, bajo el dintel, cuando nos dimos cuenta —junto con los cientos de visitantes presentes— de las auténticas dimensiones del edificio. Realmente increíble.
Nada más cruzar la puerta llegamos al amplio patio que precede a la primera sala hipóstila. Este patio presenta dos filas de columnas a cada lado —a izquierda y derecha— sumando un total de 32. Aunque distintas entre sí, eran simétricas respecto al lateral contrario y mostraban imágenes del faraón presentando ofrendas a los dioses, así como motivos naturales. Sus capiteles, diferentes unos de otros, representaban flores.
Una de las pegas evidentes de esta visita, perceptible ya desde el patio, era la inmensa cantidad de turistas, lo que quizá no permitía disfrutar plenamente de la magia del lugar. Aun así, nos hicimos varias fotos: de Susana, de Elba, mías con cada una, mías solo, de ellas juntas, de las columnas…
Nos adentramos en la primera sala hipóstila o
pronaos, donde aparecieron ante nosotros 12 grandes columnas distribuidas
simétricamente en grupos de tres respecto a la entrada. Llamaba la atención
tanto su tamaño como su decoración, así como el hecho de que los pilares de la
segunda fila fueran de mayor altura que los de la primera. A la entrada de la
pronaos se encuentra una estatua del dios Horus en forma de halcón, sobre cuya
cabeza se alza la doble corona que simboliza el Alto y el Bajo Egipto. El techo
de esta estancia presenta un curioso color negro debido a que, en tiempos,
cristianos refugiados en el edificio encendían allí sus fuegos, causando ese
tono característico. A cada lado de la sala existen dos cámaras: nosotros
fuimos primero a la de la izquierda —una antigua biblioteca— para ver los grabados
de sus muros. La sala de la derecha era la utilizada por los sacerdotes para su
purificación antes de las ceremonias religiosas.

Continuamos nuestro recorrido accediendo a la segunda sala hipóstila, intentando —con bastante dificultad— seguir a nuestro guía debido, como ya he mencionado, a la gran afluencia de visitantes. Visto lo visto, la mejor hora para disfrutar de estos monumentos es entre la una y las dos de la tarde, cuando la mayoría de la gente está comiendo o huyendo del sofocante calor, que incluso en esta época del año ya se hacía notar. En esta segunda sala había también 12 enormes columnas con detalles y formas vegetales en su parte inferior. Se organizan en dos filas de tres a cada lado del pasillo central y preceden a cuatro estancias (dos a cada lado) destinadas a las ofrendas líquidas, a las ofrendas secas y a la preparación de los productos usados por los sacerdotes en los rituales.
En todas estas salas y estancias, la iluminación es un elemento destacable, pues confiere una atmósfera muy particular al conjunto. La luz procede del exterior de dos maneras: a través de pequeñas ventanas situadas en diferentes zonas, cuya incidencia se ve reducida por el gran número de dependencias del templo, y la luz que circula desde el patio por el pasillo central hasta el santuario.
Abandonando la segunda sala hipóstila y siguiendo el pasillo central, llegamos los tres —sin rastro alguno del guía ni del grupo— al vestíbulo o sala de ofrendas, que comunica mediante unas escaleras, que no subimos, con las terrazas. Después, pasando antes por la sala central, llegamos al oscuro santuario, donde se encuentra el naos, un bloque de granito de unos 3 o 4 metros de altura en el que descansaba en tiempos la imagen de Horus, así como un pedestal donde posiblemente se ubicase una barca. Rodeando el santuario, en ambos laterales y en la parte trasera, hay 10 pequeñas salas: la cámara de las telas, la tumba, dos salas dedicadas a Sokar (dios de la oscuridad y del mundo inferior), la cámara de la pierna, la sala dedicada al dios Jonsu (dios de la luna), la cámara dedicada al dios Ra (dios solar), la cámara dedicada a los dioses Menhyt (diosa de la luz o del calor, con cuerpo de mujer y cabeza de león), Nejbet (diosa buitre, protectora del Alto Egipto y del faraón) y Neftis (diosa que representa la parte invisible, la noche y la muerte como tránsito al más allá); y, por último, la cuna, que incluía el sistro de oro y la barca, protegida por una reja

Tras deambular entre la penumbra del santuario y los estrechos pasillos que comunicaban las cámaras (me llamó mucho la atención la gran altura de estas estancias), salimos por una puerta lateral al corredor que discurre entre el templo y el muro que lo rodea por los laterales y por la parte trasera, es decir, por el este, oeste y norte. Cabe recordar que el pilono mira hacia el sur, algo poco habitual y una de las muchas curiosidades de este monumento. Las paredes que delimitan este corredor presentan numerosas inscripciones e imágenes relativas a diferentes asuntos religiosos, como el nacimiento del dios Horus, su calendario, etc.
Salimos por el lateral oeste del templo, pasando por un pequeño paso situado bajo la torre izquierda del pilono. Aprovechamos el momento para hacer algunas fotos buscando el contraste entre nuestras pequeñas figuras y la grandiosidad de la construcción.
Regresamos al autobús “defendiéndonos”, como era habitual, de los continuos intentos de los vendedores que ofrecían todo tipo de mercancías (las mismas que en Philae, Kom-Ombo y en cualquier lugar turístico) y que formaban una numerosa comitiva.
Llegamos al barco sobre la una de la tarde. Fuimos a nuestros camarotes para quitarnos el polvo acumulado, asearnos un poco y prepararnos mientras nuestro barco empezaba una auténtica carrera contra otros similares. La razón de estas prisas estaba en que debíamos, para continuar la navegación por el Nilo, cruzar las esclusas de Esna, y quien llegase antes, antes pasaría.
La navegación por el Nilo fue una delicia: además de todo lo que ya hace inolvidable la experiencia, tuvimos la suerte de encontrar unas mesas libres en la cubierta, en la zona de proa, lo que nos permitió ser espectadores privilegiados del espectáculo del río y sus orillas, del cielo limpio y soleado, y disfrutar de la agradable brisa que nos golpeaba la cara y nos permitía no perder detalle de lo que se abría ante nosotros… Todo ello contribuyó a que las charlas y los momentos de descanso tuvieran un valor añadido que los hará inolvidables. Estuvimos holgazaneando hasta las 3:30, momento en el que apareció en el horizonte, recortándose sobre la orilla del Nilo, la localidad de Esna. Esta es una parada obligatoria para todos los barcos que navegan por el Nilo, pues allí se encuentra la esclusa que permite salvar un desnivel de aproximadamente 10 metros. Atracamos en un muelle muy sencillo, de arena, con unos cuantos pivotes de amarre atendidos por un voluntarioso egipcio con chilaba y turbante, que avanzaba lentamente apoyándose en un bastón.


Las primeras informaciones que recibimos de la tripulación indicaban que estaríamos amarrados hasta las 5:00, hora prevista para cruzar la esclusa. Debido a esta limitación de tiempo, a que no teníamos ninguna información por parte de los guías sobre los atractivos turísticos de Esna y, lo reconozco, a que la estancia en las tumbonas de cubierta era de lo más reconfortante, no bajamos del barco hasta las 5:30. Fue entonces, y al saber que el paso por la esclusa no tendría lugar hasta las 7:00, cuando decidimos bajar y visitar Esna.
Desde el barco, Esna no parecía ofrecer gran cosa, salvo dos minaretes pertenecientes a dos mezquitas situadas junto a la calle paralela al muelle. Como en la mayoría del sur del país, se intuía un nivel económico bajo y muy dependiente de la llegada de barcos de turistas como el nuestro. Nos llamó la atención la gran cantidad de burritos —realmente pequeños— utilizados para tirar de carros, transportar mercancías e incluso a sus dueños. Entre las múltiples personas que veíamos había un crío de unos ocho años que, desde el muelle, nos pedía un bolígrafo (bien escaso al parecer) o cualquier otra cosa que pudiésemos tirarle, siempre atento a los movimientos del policía turístico que rondaba por allí. Le lanzamos una bolsita de caramelos que llevaba Elba en su mochila, que el niño recogió al instante antes de desaparecer entre las estrechas calles. Poco después volvió. Un niño listo. Supongo que no tendría más remedio que serlo.

Como decía, descendimos del barco sobre las 5:30 y caminamos por la calle (por llamarla de algún modo) paralela al Nilo en dirección sur, para luego adentrarnos en una estrecha callejuela repleta de vendedores que insistían en que entrásemos en sus comercios o comprásemos sus productos. La calle era fresca y estaba completamente sombreada gracias a unas telas colgadas a modo de parasoles que facilitaban el paseo. No compramos nada, ni siquiera miramos demasiado, para evitar iniciar un regateo interminable.
Al final de la calle, a unos 200 metros del río y en pleno centro de la ciudad, encontramos el templo dedicado a Jnum (dios de las aguas que circulan por el mundo inferior, representado con cabeza de carnero), cuyo acceso estaba cerrado a esas horas. Sin embargo, pudimos ver y fotografiar la sala hipóstila, situada en una fosa de unos 9 metros de profundidad. Se distinguían claramente las seis columnas que forman la fachada, así como dos grupos de nueve en el interior, aunque con más dificultad. El techo está decorado con imágenes de astros, signos zodiacales y el calendario de fiestas. Como ya he explicado, no pudimos verlo, por lo que tuvimos que informarnos después —y no precisamente gracias a nuestros guías, a quienes agradezco su afán instructivo más empresarial que cultural—. Lo que sí se apreciaba era que las columnas estaban cubiertas de grabados (imposibles de distinguir en detalle) y que cada capitel era distinto.

Regresamos al barco con calma, ya que la noche era agradable. El hecho de que me acompañaran dos mujeres —mi esposa y mi hermana— dio pie a miradas y comentarios por parte de algunos hombres que nos cruzábamos o encontrábamos sentados en terrazas o en cualquier rincón. Incluso recibí una oferta en forma de camellos a cambio de la “grande”, es decir, de Susana. No hicimos trato alguno: no existen camellos suficientes en el mundo para pagarla, ni nadie que pueda vender o comprar a mi amada Susana.
Regresamos al barco con calma, ya que la noche era agradable. El hecho de que me acompañaran dos mujeres —mi esposa y mi hermana— dio pie a miradas y comentarios por parte de algunos hombres que nos cruzábamos o encontrábamos sentados en terrazas o en cualquier rincón. Incluso recibí una oferta en forma de camellos a cambio de la “grande”, es decir, de Susana. No hicimos trato alguno: no existen camellos suficientes en el mundo para pagarla, ni nadie que pueda vender o comprar a mi amada Susana.
De vuelta al barco, los tres fuimos a nuestros camarotes para ducharnos y cambiarnos de ropa, y poco después nos reencontramos en el comedor antes de cenar. Esa noche era la Fiesta de Disfraces. Antes de ella disfrutamos de un pequeño y bonito espectáculo musical en el comedor, ofrecido por algunos camareros. A mí, personalmente, me gustó su música, el sonido de las percusiones y el ritmo y la melodía de sus canciones.
En la sala de cubierta estuvimos apenas un cuarto de hora viendo cómo se divertía la gente, aunque comentábamos que nadie iba realmente disfrazado: todos vestían la típica chilaba, por lo que parecían más bien “moros” o “moras”. Nos preguntábamos qué pasaría si apareciésemos disfrazados de Spiderman, ja, ja, ja…
Después de tomar una copa, mirar mucho y criticar a unos más que a otros, nos fuimos a dormir mientras el “Nile Place” surcaba unas tranquilas y oscuras aguas iluminadas únicamente por una hermosísima luna llena, rumbo a Luxor, nuestro siguiente objetivo, nuestra próxima escala.
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