02.03.2005 - EL CAIRO, LA CIUDADELA DE SALADINO, EL MERCADO DE KHAN EL KHALILI Y EL MUSEO EGIPCIO

 


Esa mañana, después de nuestro desayuno en el “Omar”, al igual que el día anterior, nos subimos al autobús para dirigirnos hacia la Ciudadela. Antes de nada, conviene comentar que la ciudad de El Cairo es una urbe donde sus barrios constituyen el mayor museo arquitectónico medieval del mundo, repleto de mezquitas, palacios, escuelas coránicas, mercados y mucho más.

Nosotros tres subimos al autobús, junto con otras personas, para visitar esa mañana la Ciudadela y, más concretamente, la Mezquita de Mohamed Alí, también conocida como Mezquita de Alabastro. Esta se encuentra al sudeste de la ciudad, sobre una colina que ofrece unas magníficas vistas. A sus pies, de espaldas a la colina, se extiende la Ciudad de los Muertos, donde se percibía un nivel de pobreza, miseria y suciedad verdaderamente exagerado. Se trata de un cementerio musulmán donde descansan, entre muchas otras personas, las tumbas reales de los mamelucos. Estas tumbas, que adoptaron formas similares a las viviendas, fueron posteriormente ocupadas por personas de clase muy baja, con un acuerdo tácito con los familiares de las tumbas: unos dejaban ocupar las “tumbas-viviendas” y los otros se comprometían a cuidarlas y velar por ellas. Esta singular convivencia dota a la zona de un macabro encanto, perceptible incluso desde las ventanillas del autobús.

Llegamos a nuestro destino y, en el aparcamiento, había un gran número de autobuses llenos de turistas. Lo primero que vimos frente a nosotros fue una alta muralla coronada por una torre conocida como Moqattam, con unas palmeras que la acompañaban detrás. Pasamos por el omnipresente detector de metales, entregando nuestros tickets de entrada y, en mi caso, el trípode, que quedó a buen recaudo en las consignas habilitadas para guardar objetos considerados peligrosos.

Comenzamos nuestro recorrido enfilando una calle que viraba levemente hacia la izquierda, mientras observábamos la obra levantada por Saladino en 1177. Vimos murallas, torres almenadas, puestos de venta de recuerdos para turistas como nosotros y, al final de la calle, el palacio de El-Gawhara, entre otros. Llegados a este punto, giramos hacia la derecha y nos encontramos con una explanada ajardinada donde tomamos varias fotografías, algunas con la Mezquita de Alabastro de fondo. En esa plaza, además de esta última, se alzan la Mezquita de Mohamed en-Nasir, el Museo Nacional Militar, el Museo Nacional de Policía y la Bab el-Qulla, que no es más que una gran puerta de acceso a la Ciudadela.

Desde esa plaza nos dirigimos a la Mezquita de Mohamed Alí, observándola por lo que podría considerarse su parte posterior. Desde allí teníamos unas preciosas vistas de la Ciudadela y de la mezquita. Esta magnífica obra de arte, construida exterior e interiormente en alabastro por Mohamed Alí Pasha (1824-1857), es un enorme edificio sostenido por cuatro columnas principales, con otras más pequeñas a ambos lados. Todo el conjunto arquitectónico está rematado por dos altísimos minaretes de estilo otomano, que obligan a levantar la vista hacia el cielo.




Nos dirigimos hacia la izquierda, caminando por un pórtico donde me llamaron la atención los faroles de cristal colgando de finas cadenas, hasta la entrada que comunicaba con el gran patio interior. Antes de acceder, nos tuvimos que descalzar, y las mujeres debieron cubrir hombros y brazos. Ya dentro del patio, un espacio precioso, vimos en su centro la fuente destinada a las abluciones y un reloj situado en una pequeña torre, regalado por los franceses a cambio de uno de los obeliscos de Luxor, que, por cierto, nunca ha funcionado. Desde este patio accedimos a la mezquita y nos adentramos en su increíble interior.

Todo estaba alfombrado para favorecer la oración de los fieles. Desde sus cúpulas colgaba una estructura circular concéntrica que sostenía 365 “globos” de cristal, que aportaban una luz suave y tenue al interior. Todo el grupo pudo disfrutar de la grandiosidad y belleza de la decoración de la mezquita: las paredes de alabastro, la increíble altura de la cúpula central y la enrejada tumba del sultán Mohamed Alí, situada a la derecha al entrar.

Nos sentamos sobre la alfombra, en lo que hasta hace poco era la mayor mezquita del mundo islámico, para escuchar las explicaciones de nuestro guía. Nos habló del significado de la Mezquita de Mohamed Alí para los musulmanes, de su historia y de los ritos celebrados en su interior. Nos explicó los cinco pilares del Islam: el reconocimiento de Alá como único dios y de Mahoma como su mensajero, la peregrinación anual a La Meca, la obligación de orar cinco veces al día, la limosna a quienes lo necesitan y el ayuno anual durante el mes de Ramadán, desde el alba hasta la puesta del sol.

Mientras escuchaba, reflexionaba sobre la capacidad del ser humano para, a partir de ciertas ideas, conceptos y creencias que predican valores, tergiversarlos hasta desembocar en situaciones revestidas de dolor, intolerancia y odio. Y aclaro que no pensaba únicamente en el Islam ni en la religión, sino en ciertos valores innatos y circunstanciales de la naturaleza humana.

Salimos al exterior por la puerta oeste de la mezquita, desde donde pudimos disfrutar de unas maravillosas vistas de El Cairo. A pesar de la intensa polución que cubría los edificios, observamos la cercana Mezquita de Er-Rifai y, un poco más alejada, dentro del recinto de la Ciudadela, la Mezquita de Suleyman Pachá, que alberga las tumbas del rey Farouk, construida totalmente en mármol. Ninguna de ambas mezquitas estaba prevista en nuestro itinerario, por lo que no las visitamos. Vimos miles de edificios, construcciones que se empujaban unas a otras, edificios sucios, estrechas avenidas por las que circulaba la gente y vislumbramos una forma de vida distinta a la nuestra, quizás con menos recursos, pero no por ello menos valiosa.

Susana, Elba y yo, con el resto del grupo, bajamos de la mezquita por una empedrada callejuela hasta la entrada de la Ciudadela. Mientras caminábamos, vimos un grupo de escolares que venía en sentido contrario, en doble fila india, cogidos de la mano por parejas. Como en otras ocasiones, primero marchaban los niños, seguidos de las niñas. Comentar que la sociedad egipcia es, quizás, dentro del mundo islámico, una de las más flexibles en cuanto a normas, aunque todavía hay aspectos por superar.

Después de subir al autobús, que nos esperaba en la explanada frente a la Ciudadela, nos dirigimos al Mercado de Khan el-Khalili. Este bazar, construido por el emir Djaharks el-Khalili en 1382, es sin duda el más famoso y antiguo de El Cairo y el segundo más grande del mundo, después del de Estambul. Está formado por un intrincado laberinto de estrechas callejuelas, en las que se cruzan y discurren decenas de puestos y tiendas donde se fabrican, guardan y venden joyas, cristalería, orfebrería, perfumes, tapices, papiros, especias, figuras de barro y otros objetos.


Llegamos a esta zona dejando el autobús en una amplia plaza, muy cerca de la Mezquita de Al-Azhar, posiblemente la universidad más antigua del mundo. Desde allí, todos los miembros del grupo nos perdimos por las diversas callejuelas en busca de experiencias, imágenes para recordar y algún “souvenir” de los muchos que se ofrecían. Después de acordar con el guía la hora de la comida, nosotros tres nos adentramos por las oscuras y laberínticas callejuelas, impregnadas del característico “aroma árabe”. Sumergirse en ese mundo implica regatear por todo —por lo que quieres y por lo que no quieres— con cientos de vendedores que ofrecen pergaminos, babuchas, pipas de agua, piezas de oro y plata, figuras de esfinges y pirámides, postales, pañuelos, chilabas y otras piezas de ropa, siempre a precios desorbitados para su nivel de vida, y con una insistencia que cohibe un poco a quienes no estamos acostumbrados a ello.

Lo que más me gustó de todo aquello fue, quizá, la sensación de retroceder en el tiempo: regresar a la época de los califas, a la colonización inglesa, a un mundo de aventuras…

Fue en ese mercado donde compramos cuatro pañuelos de un tejido realmente bueno, a un precio de 3 euros cada uno (nos pedían 2 euros por uno al principio), dos pergaminos —un souvenir imprescindible—, collares, pulseras y otros objetos que darían testimonio de nuestra estancia en ese lugar increíble.





Estuvimos un buen rato perdidos en aquel bullicio, entre la gente y sus curiosas miradas. Se notaba su extrañeza por mi compañía con dos mujeres; les sorprendía que fueran ellas quienes regateasen, mientras yo me dedicaba a fotografiar. Quizá aún les asombraba más que ellas comprasen y pagasen sin “considerarme” a mí para nada. También buscamos el Café de los Espejos, aunque desistimos por falta de tiempo y por no tener la más mínima idea de dónde podía estar.

Fuimos a comer antes de dirigirnos al Museo Egipcio. Este se encuentra en el centro de la ciudad, en la Plaza Tahrir, en la orilla derecha del Nilo, muy cerca de Zamalek, la isla donde está el Marriott, nuestro hotel.

Al llegar al museo, nos encontramos con una marabunta de gente haciendo cola para pasar los controles policiales y acceder al interior. El edificio es magnífico, con un característico color rojizo, y guarda celosamente restos de los distintos periodos de la historia de Egipto a lo largo de 3.000 años. Inaugurado en 1902, cuenta con dos plantas y está rodeado de un pequeño jardín donde se pueden observar esculturas, como la esfinge que vigila la entrada principal. En este punto se nos presentó un pequeño gran inconveniente: no se podía acceder al museo con cámaras fotográficas. No sabía qué me molestaba más, si no poder fotografiar los tesoros o tener que dejar mi Canon 300D en una consigna que no me inspiraba la más mínima confianza.

Poco después resolvimos un problema con la responsable de la consigna, que pretendía darnos un solo ticket por todas las cámaras de nuestro grupo de unas cuarenta personas. ¡Vaya razonamientos! Finalmente, gracias a nuestro guía, solucionamos la situación antes de adentrarnos en el museo para disfrutar de una tarde, que cuatro horas más tarde se reveló como intensamente educativa, fascinante y absolutamente fantástica.

Accedimos por la planta baja, donde encontramos varias salas dedicadas a los periodos históricos de la civilización egipcia, ordenadas cronológicamente en sentido de las agujas del reloj: Prehistoria, Imperio Antiguo, Imperio Medio, Imperio Nuevo, Periodo Amarna, Periodo Tardío y Periodo Grecorromano. Esta planta está dominada por dos inmensas estatuas de Amenhotep III y de la reina Ti, situadas al fondo del gran atrio, junto a una abundante colección de esculturas, relieves policromados y sarcófagos.

Al entrar en el vestíbulo, nos dirigimos, quizás en sentido contrario al cronológico, a la sala dedicada al periodo grecorromano. Antes de entrar, vimos colgada en una pared una réplica de la Piedra de Rosetta, que sin duda ayudó a comprender la escritura y la civilización egipcia. En esta zona predominaban bustos con un sentido estético muy similar al de la Grecia clásica. Seguimos por un lateral del edificio admirando muestras del Periodo Tardío y del Imperio Nuevo, antes de subir por unas escaleras amplias, aunque no demasiado bien cuidadas, hasta la planta alta para admirar el ajuar fúnebre de Tutankamón.

Comenzamos la visita a las salas dedicadas a este joven faraón, que murió debido a una infección provocada por una grave herida en la rodilla izquierda, aunque se desconoce su origen exacto.

Entramos en la primera sala, que contiene más de 4.500 piezas del tesoro de Tutankamón. A ambos lados de la entrada, dos estatuas de madera teñida de negro, con vestimentas doradas y lanzas en la mano, protegían originalmente la cámara mortuoria del “faraón niño”. La colección es tan suntuosa que resulta imposible apreciarla por completo en un solo día.


Vimos todos los utensilios necesarios para asegurar el bienestar de Tutankamón en la otra vida, que milagrosamente no habían sufrido las incursiones de los saqueadores como ocurrió en otras muchas tumbas. Comenzamos a contemplar, yo totalmente embobado, lo reconozco, mientras escuchábamos las explicaciones de nuestro guía, el lujoso ajuar funerario del joven faraón: ropas, insignias y joyas, máscaras de oro, perfumes y ungüentos, sillas y tronos, camas, bastones, abanicos de oro con incrustaciones de ébano, lámparas y vasijas de cerámica, jarras de vino y todos los utensilios que pudiera precisar en la otra vida.

Me llamó especialmente la atención, en ese primer momento, los tronos expuestos en la parte central de la galería, protegidos, como la mayoría de los objetos, por una urna de cristal. Uno de ellos, el bellísimo Trono Dorado, probablemente perteneció a Akhenatón y nos muestra a Tutankamón sentado, acompañado de su esposa Ankhesenpaatón, en una tierna escena donde ella aplica ungüento al rey mientras los rayos de Atón descienden sobre ambos. Resulta curioso el detalle de que solo llevan calzado en un pie. La belleza de este trono se completa con apoyabrazos en forma de cabeza de león y un respaldo bellamente decorado.

Vimos también los famosos vasos canopes y muchos otros objetos, hasta toparnos con las camas rituales del faraón, halladas por Howard Carter en la primera dependencia de la tumba, junto con arcos, flechas, carros de caza, hondas, lanzaderas, bumeranes y bastones, vestigios de la vida cotidiana del joven rey. Al desviarnos a la izquierda, nos encontramos con la magnífica escultura del dios Anubis y otros tesoros, antes de tropezar frente a frente con las “capillas” que contenían la momia del rey Tut.

Las cuatro capillas, construidas en madera y recubiertas con finas láminas de oro, encajaban una dentro de otra y protegían el sarcófago de cuarcita que contenía tres ataúdes antropomorfos. En el último de ellos descansaba la momia del rey, envuelta en oro macizo con incrustaciones de lapislázuli, turquesas y coral, y portaba la famosa máscara de oro y piedras preciosas, junto con 143 joyas y amuletos diseminados entre los vendajes.

Tanto los sarcófagos —excepto el primero, que permanecía junto con la momia en el Valle de los Reyes— como la máscara se encontraban en una sala especial, acompañados de otras impresionantes joyas. La magnificencia y riqueza que contemplábamos nos hizo reflexionar sobre la opulencia de estos reyes antiguos, aún más sorprendente si consideramos que Tutankamón fue un faraón relativamente insignificante dentro de la historia del antiguo Egipto.

A partir de ese momento, nos dirigimos a varias salas del museo: vimos el sarcófago y las imágenes del faraón hereje Akhenatón, con sus formas curvilíneas tan características, y otras magníficas representaciones del periodo Amarna —personalmente, uno de los que más me gustó—, la estatua de Rahotep, el famoso fresco “Las ocas de Médium” (Elba se había comprado un papiro con esta representación), que simboliza la unión del Alto y el Bajo Egipto, el escriba sentado, el alcalde del pueblo, el rey Kefrén, la estatua en miniatura del rey Keops, el noble Rahotep y su esposa Nofret, el rey Zoser, la cabeza inacabada de Nefertiti, el busto de Amenofis IV, entre otros.

Después de que nuestro guía nos informara de que quienes quisieran volver a sus hoteles en autobús podrían hacerlo a las 17:30, decidimos regresar a pie. Nos dirigimos a sacar la entrada para la Sala de las Momias Reales. Esta sala estaba casi en penumbra y controlada en temperatura y humedad, para preservar las regias presencias que allí descansaban. Sentimos un leve estremecimiento al deambular entre aquellos hombres y mujeres, entre personalidades del mundo antiguo, en respetuoso silencio.

En la sala pudimos contemplar una docena de momias de reyes y dos de reinas del antiguo Egipto. Entre ellas se encontraban los restos de Seti I y de su hijo Ramsés II “el Grande”. Todas estaban en un magnífico estado de conservación. Fue, sin duda, una experiencia increíble e irrepetible ponerse frente a frente con personajes que tuvieron tanta influencia en la civilización egipcia, que ordenaron construir los magníficos monumentos que días atrás habíamos visto, y que, en el caso particular de Ramsés II, estuvo frente a frente con un personaje como Moisés (según la tradición) tan presente en la liturgia judía y cristiana.



En resumen, estuvimos caminando entre vestigios de siglos de arte e historia de Egipto y de la Humanidad hasta las 17:30, momento en que salimos de aquel inolvidable lugar. Poco después de recoger nuestras cámaras, comenzamos a regresar al Marriott a pie. Durante este agradable paseo, la noche iba envolviendo El Cairo, una ciudad sucia, ruidosa y contaminada, con un tráfico caótico. Cruzamos uno de los puentes que unían el margen derecho con la isla de Zamalek; mientras se encendían las luces de las farolas que lo adornaban, deambulábamos con dificultad por calles y aceras descuidadas, sucias y destrozadas, hasta llegar finalmente al hotel.

Después de ducharnos y cambiarnos, coincidimos en la recepción con Cristina y Miguel, una encantadora pareja madrileña, con quienes acordamos ir a cenar juntos en una pizzería cercana que habían descubierto la noche anterior. Regresamos a nuestras habitaciones alrededor de las 23:00, no sin antes haber disfrutado de un agradable paseo y de un café en el viejo, caótico y mágico El Cairo.


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